El Rey Bajo la Montaña

Sudor. Polvo y dolor. Estas son mis únicas realidades mientras subo a lo alto de la más grandiosa montaña que jamás haya visto el hombre. Llevo tres días sin parar de subir, pero el cansancio sólo parece estar ahí para recordarme que estoy subiendo, no para impedirme la subida. A través del continuo esfuerzo me he liberado de todos los pensamientos que poblaban mi mente, y me he concentrado en escalar, y escalar, y escalar todo mi mundo. No hay límite a la caída, como no parece haber límite a la subida. Me enderezo en un saliente. A mi alrededor hay una especie de camino polvoriento que asciende en una ligera pendiente. Siguiendo el camino descubro la entrada a una caverna. Me agacho para entrar, y cuando alzo la vista mi corazón se sobrecoge. Ante mí se halla la más fastuosa sala del trono que ningún rey haya poseído, y en el centro de ella se sienta un gran rey, de anchos hombros, noble rostro y benévola sonrisa. De pronto, ante mi atónita mirada, el rey comienza a envejecer a toda prisa, y los lujosos tapices de las paredes se empiezan a marchitar y deshacer. Pronto, del rey no queda sino un horrible esqueleto, con la piel todavía tirante en los huesos, y una macabra sonrisa en el rostro. Su cabeza cae sobre un hombro, y la corona de oro rebota contra los escalones y rueda hasta mis pies. La recojo cuidadosamente y la miro. Hay varios rubíes, zafiros y esmeraldas engarzados en la corona, extrañamente intacta. Pero lo que más llama mi atención es una enorme joya negra, alargada y con forma de rayo, que está en el centro del frontal. Su pulida superficie es de un negro magnético, oscuro como las profundidades, y más parece ser convexa que cóncava.

Llevado por el orgullo, o tal vez la curiosidad, me pongo la corona en la cabeza. Se ciñe perfectamente, como si estuviera hecha a medida. En ese instante, el techo de la caverna comienza a resquebrajarse, y apenas me da tiempo a salir antes de ser sepultado junto al esquelético rey y su corte. Toco las puntas de la corona para ver si les ha ocurrido algo, y me alegro al descubrir que no ha sido así. Reanudo la subida con nuevas fuerzas y en poco tiempo las nubes están por detrás de mí, pero aún no veo la cima.

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