Es un nuevo día. La luz de la mañana me muestra un nuevo horizonte por visitar, y un par de colinas por recorrer. No reconozco el sitio, pero eso no importa. Me pongo de pie y me desperezo lentamente. Mi mano se pone a rascarme el pecho de forma distraída. No veo la camiseta por ningún lado. Ahora que lo pienso, tampoco están mis zapatillas ni mis calcetines. Gracias a Dios que aún tengo los pantalones. Eso bastará. Cojo la mochilita y me pongo en camino. El rocío de la hierba me moja los pies y me hace cosquillas. Lanzo una carcajada al viento, que se la lleva volando mar adentro. Tras una o dos horas caminando veo una figura sentada en un tocón. Cuando llego a su lado, la figura (un anciano) levanta la cabeza y me mira.
Tras unos instantes de silencio, su boca se tuerce en una mueca de desdén y suelta una risa parecida a un cacareo. "Crees que serás joven y fuerte para siempre, ¿verdad? Pues contempla los estragos de la vejez y desespera." Mi primer impulso fue echar a correr ante la espantosa revelación. Su expresión calavérica y sus descarnadas manos como garras de algún ave espantosa me llenaron de horror. Pero entonces le miré a los ojos y descubrí la realidad de su vergüenza y su odio hacia sí mismo. "No temo a la vejez, anciano, porque ahora que la he visto cara a cara he descubierto que el horror no está en la vejez misma, sino en el carácter de cada uno. Así, no he de temer el paso del tiempo, sino que debo procurar vivir mi vida según mi carácter, y todo irá bien. De eso estoy seguro." Entonces el viejo se estremeció y pareció encojerse. Continuando mi camino miré hacia atrás un instante y vi que el anciano ya no estaba, y en su lugar una voluta de humo oscuro se deshilachaba en el viento.
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