Debo confesar que no recuerdo muy bien el tiempo que pasé con ella. Se me confunde todo ahora en la mente, como una sucesión continua de buenos momentos y experiencias. Esto me extraña, porque seguro que tuvo que haberlos malos. Seguro. Creo, sospecho, que los he olvidado a propósito, para que no empañen la alegría y la belleza de los otros, deliciosos momentos. En esa especie de nebulosa de memorias entremezcladas, recuerdo la exuberancia salvaje de la naturaleza, un verdor que rezumaba vida, rocíos que bañaban totalmente los lechos de hierba. También recuerdo pasear descalzos sobre las ruinas pétreas de una ciudad antigua, que me recordó las estancias de meditación y oración de la India antigua. Recuerdo el río, que moría en la cascada para renacer en lago, y volvía a revivir como río, más tranquilo y pausado ya, como un anciano que contempla los últimos días.
El río era una presencia constante. El rumor de sus aguas no se apagaba nunca, no importa lo lejos que fuera, siempre un meandro al tornar una maleza. Bañarse en el río era una experiencia mística. La primera vez que lo hicimos juntos, memoria imborrable, fue como si toda la pesadumbre se desprendiese como una costra mugrienta, y a cambio saliese yo purificado, limpiado por las aguas de ese río, y listo para enfrentarme al mundo, a los mundos, todos de golpe o de uno en uno, como lo prefiriera el Destino. Esa primera vez nos desnudamos juntos, yo con un cierto pudor absurdo, ella con la naturalidad de quien está habituada a hacerlo. Después de aquello prácticamente nos acostumbramos a llevar nuestra desnudez como único hábito. En algunos momentos no me daba cuenta, y en otros era dolorosamente consciente. Digo dolorosamente porque, en todo el tiempo que pasamos juntos, no nos amamos ni una sola vez. Ella no me dejó. Finalmente terminé por acostumbrarme, pero siempre con la secreta esperanza...Dicen que es lo último que se pierde, la esperanza. Y a mí aún me quedan muchas cosas por perder antes de desesperar.
Así pues, íbamos los dos desnudos, los dioses, o Creadores como preferíamos decir, en un gesto quizá algo inútil de humildad. ¿Un resquicio de cuando sólo éramos pobladores de nuestras creaciones, sin ser conscientes de nuestro poder? Quizá. La desnudez,como ya he dicho, no era algo significativo. Las bestias selváticas no parecían preocuparse. Los árboles y los helechos tampoco. El único preocupado por ello a veces era yo, en los momentos de mayor excitación.
No recuerdo durante ese tiempo encontrar señal de ningún tipo de sociedad, y esto constituía un verdadero enigma para mí. ¿Las construcciones de piedra habían sido hechas por ella en un momento de diversión o eran producto de seres inteligentes que las abandonaron tiempo atrás? Obtuve mi respuesta de forma casual. Vagabundeaba algo separado de mi adorada ninfa (puramente platónico) y tropecé con algo duro escondido en un matorral. Al mirar, descubrí un pequeño esqueleto, de no más de metro y medio, de lo que parecía un pequeño simio alado. Me quedé observándolo sentado en un pilar derruido hasta que la ninfa me encontró. Cuando descubrió lo que tenía en mis manos, su mirada se entristeció, y con un gesto hizo desaparecer el esqueleto. Se marchó sin decir palabra y no la vi en varios días.
Después de aquello, las cosas se deterioraron bastante. Parecía que un recuerdo antiguo deliberadamente olvidado había resurgido con ese hallazgo, y secretamente tanto ella como yo sabíamos que la culpa era mía. Ninguna pelea, sin embargo, ningún reproche cruzó sus labios. Pero la distancia fue creciendo poco a poco entre ambos, a pesar de los esfuerzos que hicimos por evitarlo. El mono muerto se interponía siempre. Ella empezó a experimentar de nuevo con la vida, quizá tratando de recrear aquello que había perdido, aquello que debía de haber sido como un hijo. Viéndola tan triste y tan volcada en su creación, decidí que había llegado el momento de irme. Una vez tomada esta resolución, tomé mis ropas originales (no recuerdo cómo, simplemente aparecieron en la orilla del río), me acerqué a ella, la besé suavemente en los labios y me marché. Con el poco poder que me restaba, y seguramente ayudado por ella, convertí en barca un bello almendro, y por el río atravesé un pequeño agujero que me llevaría a otro mundo.