Cerezas y avellanas

Ante mis ojos, la niña va creciendo, transformándose en una jovencita de cabellos alborotados, después en una hermosa muchacha de ojos de avellana. Sin decir una palabra pone un pie descalzo en la superficie del arroyo. Da un paso. No me sorprende que no se hunda. Todo en ella tiene un aire como de etereidad. Cruza el riachuelo en un par de pasos y se planta frente a mí. Bajo la tenue luz invernal, parece una pequeña diosa del bosque. Mi chica-avellana. Tan cerca que huelo el perfume de su pelo por encima incluso del aroma de los cerezos. Huele a hogar, a retorno. Huele a aventuras bajo los árboles y a romance entre las olas. Huele a mí. A la parte de mí que es ella, que en un suspiro arrebató el pedazo de mi corazón que le pertenece, ahora y por siempre. Nuestros ojos se encuentran y me siento tranquilo. Con un roce de su mano en mi mejilla hace que casi pierda el sentido y trate de tomar sus delicados dedos.

Se desvanece antes de que lo consiga. Se gira y se pierde entre los cerezos en flor. La sigo. Mi vida corre delante de mí, y me esquiva furtiva. Aquí o allí un revoloteo de su túnica blanca, de su bufanda de colores. Tras una eternidad buscando, la encuentro en un claro, sentada, con los ojos cerrados. Me acerco. Alza un brazo. Cuando nuestras manos se tocan, siento un escalofrío de placer y me dejo caer rendido en la hierba. Lleno de vida, me doy cuenta de que los cerezos se han transformado en avellanos, y que su perfume ha cambiado para imitar el olor de mi avellana. Su boca toca mi boca y sólo encuentro negrura. Negrura y suavidad.

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