Después de escalar la montaña, la quietud y el aire helado de la cima resultan un shock enorme. Tras recuperarme unos instantes alzo la vista al cielo. Un instante de meditación y me pongo manos a la obra. Con un imperioso gesto unas formidables columnas de piedra se alzan cambiando la superficie de la roca. Los muros de mi castillo están terminados y el resto emerge rápidamente.
El último toque es añadir los estandartes. Parece claro, un avellano dorado sobre una grieta negra. El fondo es un campo verde. Con un empujón traspaso la puerta y subo los escalones hasta mi trono. Una vez en él, empiezan a llegar los cortesanos, que se sitúan alrededor. Hago aparecer una mesa de madera tallada, y dos filas de sirvientes entran desde detrás del trono. La más opulenta fiesta se desarrolla en el comedor, mientras yo observo aburrido, pensado en una joven, una avellana. Sonrío levemente, un banquete y yo pensando en avellanas. De pronto las puertas se abre un poco y entra una mujer, ataviada con una túnica alba resplandeciente, de la más fina seda. Me pongo en pie, súbitamente contento, y con un barrido de mi brazo todo desaparece, sirvientes, cortesanos, mesa, comida, todo. Sólo estamos ella y yo. El Rey de la Montaña y la Reina Avellana. Tomo su delicada mano blanca y comienzo un baile suave, mientras suena una balada rock, que parece surgir de las propias paredes del castillo y los recovecos de mi alma al mismo tiempo. Tras el baile y un apasionado beso, nos sentamos en los tronos, el suyo de madera de avellano y el mío de roca dura, huesos de montaña. Con las manos entrelazadas, los cortesanos reaparecen y nos saludan. La miro y sonrío de nuevo, esta vez radiante como una estrella. Ella me sonríe y mi felicidad es por fin completa.
El Rey Bajo la Montaña
Sudor. Polvo y dolor. Estas son mis únicas realidades mientras subo a lo alto de la más grandiosa montaña que jamás haya visto el hombre. Llevo tres días sin parar de subir, pero el cansancio sólo parece estar ahí para recordarme que estoy subiendo, no para impedirme la subida. A través del continuo esfuerzo me he liberado de todos los pensamientos que poblaban mi mente, y me he concentrado en escalar, y escalar, y escalar todo mi mundo. No hay límite a la caída, como no parece haber límite a la subida. Me enderezo en un saliente. A mi alrededor hay una especie de camino polvoriento que asciende en una ligera pendiente. Siguiendo el camino descubro la entrada a una caverna. Me agacho para entrar, y cuando alzo la vista mi corazón se sobrecoge. Ante mí se halla la más fastuosa sala del trono que ningún rey haya poseído, y en el centro de ella se sienta un gran rey, de anchos hombros, noble rostro y benévola sonrisa. De pronto, ante mi atónita mirada, el rey comienza a envejecer a toda prisa, y los lujosos tapices de las paredes se empiezan a marchitar y deshacer. Pronto, del rey no queda sino un horrible esqueleto, con la piel todavía tirante en los huesos, y una macabra sonrisa en el rostro. Su cabeza cae sobre un hombro, y la corona de oro rebota contra los escalones y rueda hasta mis pies. La recojo cuidadosamente y la miro. Hay varios rubíes, zafiros y esmeraldas engarzados en la corona, extrañamente intacta. Pero lo que más llama mi atención es una enorme joya negra, alargada y con forma de rayo, que está en el centro del frontal. Su pulida superficie es de un negro magnético, oscuro como las profundidades, y más parece ser convexa que cóncava.
Llevado por el orgullo, o tal vez la curiosidad, me pongo la corona en la cabeza. Se ciñe perfectamente, como si estuviera hecha a medida. En ese instante, el techo de la caverna comienza a resquebrajarse, y apenas me da tiempo a salir antes de ser sepultado junto al esquelético rey y su corte. Toco las puntas de la corona para ver si les ha ocurrido algo, y me alegro al descubrir que no ha sido así. Reanudo la subida con nuevas fuerzas y en poco tiempo las nubes están por detrás de mí, pero aún no veo la cima.
Llevado por el orgullo, o tal vez la curiosidad, me pongo la corona en la cabeza. Se ciñe perfectamente, como si estuviera hecha a medida. En ese instante, el techo de la caverna comienza a resquebrajarse, y apenas me da tiempo a salir antes de ser sepultado junto al esquelético rey y su corte. Toco las puntas de la corona para ver si les ha ocurrido algo, y me alegro al descubrir que no ha sido así. Reanudo la subida con nuevas fuerzas y en poco tiempo las nubes están por detrás de mí, pero aún no veo la cima.
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